El juez Mendizábal era insensible al dolor humano, pero en cambio sentía una profunda ternura por los pájaros.
Frente a su ventana abierta el juez redactaba tranquilamente la sentencia. En aquel momento, en el jardín, rompió a cantar un ruiseñor. Fue como si de pronto se oyera latir en el silencio el corazón de la noche.
Y aquella mano de hielo tembló por primera vez.
Sólo entonces comprendió que hasta en la vida más pequeña hay algo tan sagrado y tan alto, que jamás un hombre tendrá el derecho de quitárselo a otro. Y la sentencia no se firmó.
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*Extraído de 'Los árboles mueren de pie', de Alejandro Casona.
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