Laberinto de sendas siempre derechas.

Ponía los cuchillos en el lugar de los tenedores, el zapato derecho intentaba abrirse paso sobre el pie izquierdo.

Centrar la cabeza era necesario, urgente.

Pero el mareo no afectaba sólo al proceso de información de la cabeza. También le tenía al cuerpo en un estado de ensueño, de reacción nula; lo hacía voltearse contra las paredes, llevarse por delante puertas y sillas, arrastrarse contra las barandas o cualquier sostén posible. Era una ebriedad irreparable, imposible.

Ya no era el sueño. Por más que llevara más de veinte horas sin dormir, por más que se haya pasado toda la mañana subiendo escaleras y la tarde entera corriendo calles y tiendas donde comprar la comida de la noche.

Intentó cerrar los ojos, pero su imaginación aparecía y era más real que su propia vida. Eso le daba miedo.

Sólo concilió el sueño una hora. Se revolcó en la cama, miró el techo, miró a la oscuridad a los ojos, pensó en lo mismo de siempre. Se levantó por impulso, pero sin saber qué hacer.

Lavar los platos limpios, secar lo sucio, guardar los cuchillos en el lugar de los tenedores.

Volvía a lo mismo.

Siempre volvía y no lo podía evitar.